Vivir

El cuerpo humano nos enseña que el secreto de la salud está en las articulaciones, en el in-between, en la bisagra que articula los movimientos y las diferentes funciones necesarias para que la vida fluya.

El corazón precisa de los dos movimientos para ejecutar sus funciones, como también precisan de los dos movimientos el sistema respiratorio, el muscular y el digestivo para mantener saludable al organismo.

La dicotomía entre ser y hacer, entre lo que los filósofos llaman inmanencia y trascendencia, es una discusión vieja como el mundo pensante.

¿Porque no solucionar esa separación artificial y sostener que la vida tendría que ser, para un buen funcionamiento psicológico y espiritual, una articulación entre momentos de hacer y de ser? El hacer sin pensar, sin conectarse con las emociones ligadas a ese quehacer, sin cuestionarse los motivos más profundos, verdaderos de la acción, es una conducta vacía que no enriquece al ser humano, sino que lo burocratiza hasta hacer desaparecer cualquier vestigio de vida propia en la rutinización de la actividad. El sentir sin reflexionar sobre las experiencias que nos calman, sin poner en práctica los valores que queremos sostener, nos limitan el aprendizaje acerca de cómo vivir una buena vida.

La actividad que se refiere al ser es una parte fundamental del proceso de vida. Pero no es opuesta al hacer, sino complementaria. El ser definido como algo mayor al yo mismo, como la parte de mí mismo que existió, existe y existirá a través de todos los cambios y todos los quehaceres que me ocuparon en la vida.

Esta sensación inefable de estar inmerso en un todo, mayor a mí, que al mismo tiempo me sostiene en la certeza necesaria para existir.

Lo que viene sucediendo, hasta que el coronavirus nos hace revisar esta tendencia, es que la vida “verdadera” parecía ser cada vez más la del hacer, hacer vacío, sin un sentido profundo integrado con uno mismo y con la comunidad de pertenencia.

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